Nuestra sociedad parece muy tolerante porque muchas cosas que hace cien años estaban prohibidas se consideran ahora completamente normales. Pero si nos fijamos mejor, también hay cosas que hace cien años eran normales y que ahora están prohibidas. Tan completamente prohibidas que hasta nos parece normal que sea así, tan normal como a nuestros bisabuelos les debía parecer su sistema de tabúes y prohibiciones.
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Muchos de los antiguos tabúes se referían al sexo; muchos de los actuales se refieren a la relación madre-hijo, para desgracia de los niños y de sus madres. Por ejemplo, la palabra «vicio» se usa ahora en una forma totalmente diferente a como la usaban nuestros abuelos. Casi todo lo que entonces era «vicio» ha dejado ahora de serlo. Beber, fumar o jugar son ahora enfermedades (alcoholismo, tabaquismo, ludopatía), con lo que el pecador se ha convertido en víctima inocente.
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La masturbación eI «vicio solitario» que tanto preocupaba a médicos y educadores) se considera normal. La homosexualidad es simplemente un estilo de vida. Hablar de vicio en cualquiera de esos casos se consideraría hoy un grave insulto. Hoy en día, sólo se llama vicio a algunas inocentes actividades de los niños pequeños: «Tiene el vicio de morderse las uñas. » «Llora de vicio. » «Si lo coges en brazos, se va a enviciar. » «Lo que pasa es que está enviciado con el pecho, y por eso no se come la papilla. »
Si todavía tiene dudas sobre cuáles son los verdaderos tabúes de nuestra sociedad, imagine que va a su médico de cabecera y le explica una de las siguientes historias:
1) «Tengo un niño de tres años y vengo a ver si me hace la
prueba del sida, porque este verano he tenido relaciones sexuales
con varios desconocidos. »
2)«Tengo un niño de tres años y fumo un paquete al día. »
3)«Tengo un niño de tres años; le doy el pecho y duerme
en nuestra cama. »
¿En cuál de los tres casos cree que su médico le echaría la bronca? En el primer caso, le dirá «ah, bueno» y le pedirá la prueba del sida sin pestañear; todo lo más le recordará educadamente la conveniencia de usar el preservativo, lo mismo que en el segundo caso le explicará que el tabaco no es bueno para la salud (y si el médico también fuma, no le dirá nada de nada). Nadie la increpará: «¡Pero qué descaro, cómo se atreve, una mujer casada, una madre de familia!»
¿Y en el tercer caso? (...)
Nuestra sociedad, tan comprensiva en otros aspectos, lo es muy poco con los niños y con las madres. Estos modernos tabúes podrían clasificarse en tres grandes grupos:
— Relacionados con el llanto: está prohibido hacer caso de los niños que lloran, tomarlos en brazos, darles lo que piden.
— Relacionados con el sueño: está prohibido dormir a los niños en brazos o dándoles pecho, cantarles o mecerles para que duerman, dormir con ellos.
— Relacionados con la lactancia materna: está prohibido dar el pecho en cualquier momento o en cualquier lugar; o a un niño «demasiado» grande.
Casi todos ellos tienen una cosa en común: prohiben el contacto físico entre madre e hijo. Por el contrario, gozan de gran predicamento todas aquellas actividades que tiendan a disminuir dicho contacto físico y a aumentar la distancia entre madre e hijo:
— Dejarlo solo en su propia habitación.
— Llevarlo en un cochecito o en uno de esos incomodísimos capazos de plástico.
—Llevarlo a la guardería lo antes posible, o dejarlo con la abuela o mejor con la canguro (¡las abuelas los «malcrían»!).
—Enviarlo de colonias y campamentos lo antes posible durante el mayor tiempo posible.
—Tener «espacios de intimidad» para los padres, salir sin niños, hacer «vida de pareja».
Aunque algunos intentan justificar estas recomendaciones diciendo que es «para que la madre descanse», lo cierto es que nunca te prohiben nada cansado. Nadie te dice: «No friegues tanto, que se malacostumbra a tener la casa limpia», o «Irá a la mili y tendrás que ir tú detrás para lavarle la ropa». En realidad, lo prohibido suele ser la parte más agradable de la maternidad: dormirle en tus brazos, cantarle, disfrutar con él.
Tal vez por eso, criar a los hijos se hace tan cuesta arriba para algunas madres. Hay menos trabajo que antes (agua corriente, lavadora automática, pañales desechables… ), pero también hay menos compensaciones. En una situación normal, cuando la madre disfruta de la libertad de cuidar a su hijo como cree conveniente, el bebé llora poco, y cuando lo hace su madre siente pena y compasión («Pobrecito, qué le pasará»). Pero cuando te han prohibido cogerlo en brazos, dormir con él, darle el pecho o consolarlo, el niño llora más, y la madre vive ese llanto con impotencia, y a la larga con rabia y hostilidad («¡Y ahora qué tripa se le ha roto!»).
Todos estos tabúes y prejuicios hacen llorar a los niños, pero tampoco hacen felices a los padres. ¿A quién satisfacen, entonces? ¿Tal vez a algunos pediatras, psicólogos, educadores y vecinos que los propugnan? Ellos no tienen derecho a darle órdenes, a decirle cómo ha de vivir su vida y tratar a su hijo. Demasiadas familias han sacrificado su propia felicidad y la de sus hijos en el altar de unos prejuicios sin fundamento.
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Del libro "Bésame mucho" de Carlos González.